ENSXXI Nº 8
JULIO - AGOSTO 2006
MANUEL GONZÁLEZ-MENESES GARCÍA-VALDECASAS
Notario de Madrid
En el mes de noviembre del año 2002 la sociedad española quedó conmocionada por el accidente del petrolero Prestige y la catástrofe ecológica que como consecuencia del mismo sufrió gran parte de la costa gallega y cantábrica.
En el plano social y político, el siniestro dio lugar a un movimiento de solidaridad interregional en las tareas de limpieza, a una afluencia generosa de subvenciones estatales para la zona y los sectores económicos afectados y, en especial, a una campaña de protesta política contra el gobierno de entonces bajo el lema “nunca máis”, según la cual -piove-, porco governo- el ejecutivo que tuvo la mala fortuna de coincidir temporalmente con el desastre habría sido responsable no sólo de la posible mala gestión de la crisis (desde luego, mediáticamente se gestionó fatal), sino también de la presencia frente al litoral español del malhadado buque -que de hecho navegaba por aguas no territoriales- y de la tormenta que lo partió en dos.
Sin embargo, es cierto que algo de responsabilidad no sólo por la gestión del siniestro una vez producido sino también por las causas del mismo alcanzaba al gobierno español de turno como a casi todos los gobiernos del mundo occidental, tanto de ahora como del pasado reciente. En definitiva, ¿no es la última razón de un desastre como el que entonces aconteció la existencia de unos ordenamientos jurídicos nacionales que llevan años no sólo tolerando sino incluso fomentando un formalismo jurídico que permite los abanderamientos y domiciliaciones de conveniencia, y sobre todo la creación de las más artificiales, complejas y opacas estructuras societarias y fiduciarias intra o transfronterizas para disimular la titularidad de los bienes o de las actividades económicas? ¿Recuerdan ustedes que el dichoso buque era propiedad de Mare Shipping, de Liberia, estaba gestionado por Universe Maritime, de Grecia, había sido alquilado a Crown Resources, de Rusia, pero con domicilio en Suiza y oficina en Londres, y viajaba bajo bandera de Bahamas?. En definitiva, unos anónimos accionistas o inversores de cualquier civilizado país occidental podían estar tranquilamente lucrándose a consecuencia de la existencia y actividad de un buque fantasma como el Prestige que hacía tiempo que no estaba en condiciones de navegar según las estrictas normas de navegación del país en cuestión o de los tratados internacionales suscritos por el mismo, pero no por ese tercer estado que tan generosamente presta su bandera de cobertura.
"La última razón de un desastre es la existencia de unos ordenamientos jurídicos que toleran un formalismo jurídico que permite abanderamientos y domiciliaciones de conveniencia y las más artificiales, complejas y opacas estructuras societarias y fiduciarias"
¿Y al final qué sucede? Pues que siempre se encuentra un infeliz capitán griego, ruso o turco para hacer de cabeza de ídem, y los daños los termina pagando Papá Estado, con sus indemnizaciones y subvenciones para las víctimas. Es decir, que al final pagan todos los ciudadanos con sus impuestos. Mientras que los respetables inversores que se beneficiaban de la actividad de transporte realizada mediante el buque en cuestión, ocultos tras la pantalla plurisocietaria y deslocalizadora de turno, nadie sabe dónde están y nadie irá nunca a pedirles cuentas.
Y si uno se plantea este aspecto jurídico de aquel episodio, no puede dejar de encontrar paradójico que una de las rutilantes medidas que concibió el gobierno que se había convertido en víctima política de esa crisis para recuperar su para entonces maltrecha imagen fuese la curiosa idea de que todos los “autónomos” de este país se convirtiesen en sociedad mercantil capitalista mediante la creación de una Sociedad Limitada Nueva Empresa (SLNE), como forma así de vender ante la opinión pública un espectacular crecimiento del número de empresas.
Ahora ya, con cierta perspectiva, podemos decir que la SLNE como vivero de “emprendedores” ha demostrado ser un verdadero fiasco. Y ello por razones estrictamente jurídicas, de defecto de diseño legal. ¿A quién se le ocurre a estas alturas proponer una forma societaria que exige que en la denominación social aparezca necesariamente el nombre y dos apellidos de uno de los socios seguidos por diez dígitos alfanuméricos (lo que no cabe en los casilleros de los modelos impresos o informáticos que la propia Administración suministra para el cumplimiento de los más variados trámites legales), con un régimen legal idéntico pero más rígido que el de una SRL ordinaria, y ello con el único aliciente de un proceso de constitución muy rápido y unas ventajas fiscales que sólo consisten en un diferimiento de pago de los mismos impuestos que paga cualquier sociedad?
Pero lo que ahora me interesa y me parece paradójico de la decisión política de entonces de crear y publicitar el tipo SLNE es que ello suponía una nueva vuelta de tuerca en ese aludido proceso de fomento del artificio y formalismo jurídico que a mi juicio es la última causa del caso Prestige y de todos sus efectos colaterales políticos. Porque se trata de un tipo societario que premeditadamente se ofrece al empresario o profesional individual, al autónomo, como vestidura jurídica de su actividad. Es decir, el legislador nos está diciendo que la forma normal de desarrollar cualquier actividad económica, hasta las de más pequeña entidad y mínimo sustrato personal, es la sociedad capitalista, es decir, aquel tipo de estructura jurídica diseñada para que el titular de la actividad económica no responda personalmente de las consecuencias negativas de esa actividad.
Por supuesto que esa posibilidad ya venía existiendo y no nace en absoluto con la Ley del año 2003 que creó la SLNE (como saben de sobra, fue la LSRL del año 1995 la que consagró legalmente la posibilidad general de sociedades capitalistas unipersonales tanto sobrevenidas como originarias, y con anterioridad ya se venía tolerando en la práctica una unipersonalidad sobrevenida a la que difícilmente se podía poner freno). Pero lo que era nuevo del año 2003 era la difusión y el fomento por la propia ley de una cultura de la unipersonalidad societaria, es decir, la idea de que la sociedad unipersonal es la forma normal de ejercicio de un negocio o empresa individual.
"La sociedad mercantil capitalista no es en la mayoría de los casos un instrumento para organizar una actividad en cuya financiación hay que interesar a un grupo relativamente grande de personas, sino un mero expediente para que las personas que realmente dirigen y controlan una empresa de sustrato personal reducido o incluso meramente individual puedan desarrollar esa actividad sin asumir ninguna responsabilidad personal"
Ustedes me dirán que esto no es más que un ejercicio de realismo por parte del legislador, como el que había movido al legislador del año 1995, con el más amplio consenso de toda la comunidad jurídica. Pero para mí es algo negativo, porque en último término maleduca a la ciudadanía, contribuye a fomentar una cultura de la irresponsabilidad por los propios actos.
Me digan lo que me digan, en la idea de sociedad unipersonal parece haber algo que chirría, aparte de la pura semántica. No creo que haga falta que les recuerde esa historia que cuentan los mercantilistas a los estudiantes del derecho según la cual en un primer momento cada una de las sociedades personificadas era objeto de creación mediante un acto singular del soberano –sistema conocido como del octroi-; cómo posteriormente se pasa a un sistema de concesión o autorización administrativa menos discrecional para el poder público, para llegar finalmente a un régimen de libre creación de sociedades sin responsabilidad personal de los socios siempre y cuando se cumplan unos determinados requisitos formales y de publicidad y se dote un capital de cuantía ridícula. Este proceso inevitablemente lleva a una progresiva formalización y trivialización de la idea de personificación jurídica, que se presta a todo tipo de instrumentalizaciones. Obsérvese, en especial, que, a medida que se avanza en esta evolución, se va desvaneciendo la base de justicia material que justificaba la exoneración de responsabilidad del socio de la sociedad capitalista y que no era otra que una contrapartida que, lógica y justamente, había que reconocer a esa masa de pequeños inversores a los que se quiere interesar en la financiación de las grandes compañías, cada uno de los cuales no puede controlar la gestión efectiva de la empresa social (evidentemente, sin posibilidad de control no debe haber responsabilidad personal, sino a lo sumo el riesgo de perder lo aportado). Y así, al final de la evolución indicada se llega a la situación de que la sociedad mercantil capitalista no es en la mayoría de los casos un instrumento para organizar una actividad en cuya financiación hay que interesar a un grupo relativamente grande de personas, sino un mero expediente para que las personas que realmente dirigen y controlan una empresa de sustrato personal reducido o incluso meramente individual puedan desarrollar esa actividad sin asumir ninguna responsabilidad personal. Lo que en un plano de justicia material evidentemente choca con nociones tan elementales como ubi commodum ibi incommodum, o la simple idea –básica en nuestra cultura- de responsabilidad personal por las propias acciones.
"Para un sentir social moralmente sano una forma de menospreciar a una persona es referirse a ella como "irresponsable". Al mismo tiempo la ley promociona una cultura de la irresponsabilidad, de comenzar una actividad de empresa poniendo antes a buen recaudo el patrimonio personal"
También nos han contado a todos cómo, frente a la posible utilización abusiva de la personificación apoyada en la laxitud de los textos legales, surge una corriente judicial correctora del formalismo, conocida con la metafórica expresión de doctrina del “levantamiento del velo”. Pero aunque nuestros estudiantes de derecho siguen repitiendo la lección de que se trata de una doctrina de aplicación excepcional, para aquellos casos en que se utiliza la personificación en fraude de derechos de terceros o “para eludir la responsabilidad patrimonial universal del art. 1911 CC” (sic), no parece que muchos se hayan parado a pensar que por lo menos esto segundo ha quedado completamente desautorizado por la propia ley desde el momento en que la unipersonalidad societaria tanto sobrevenida como originaria es una situación no sólo normal y perfectamente legítima, sino promocionada por el propio legislador. Es decir, ¿cómo se puede considerar un posible fin ilegítimo de la personificación jurídica la pretensión de eludir la responsabilidad patrimonial universal, si ese es el típico y exclusivo fin de todas esas sociedades constituidas originariamente como unipersonales por “emprendedores” individuales, cuya proliferación precisamente quiere fomentar la ley?. ¿Para qué necesita una persona física individual ese autoespejamiento de “constituir” una sociedad consigo mismo, sino para no comprometer su patrimonio personal por los posibles resultados desfavorables de la actividad emprendida?. Por lo menos en cuanto posible reacción en defensa del art. 1911 CC, la doctrina del levantamiento del velo actualmente está muerta y enterrada por el propio legislador.
Y también, ¿sobre qué argumentos rechazar actualmente la práctica de la creación de sociedades en serie por un sujeto para su posterior venta, si la propia ley está reconociendo que una sociedad de capital no es más que una forma cuya existencia jurídica sólo requiere el cumplimiento de unos requisitos formales, aunque no goce de sustrato real alguno diferente de la persona individual de su fundador?.
Y si les hablo de todo esto ahora no es porque pretenda reabrir un debate que todo el mundo considera ya más que cerrado, sino para hacerles reflexionar sobre dos ideas muy elementales.
En primer lugar, la idea de que la ley es tanto educadora como maleducadora. En un contexto social en que los referentes morales de tipo religioso o consuetudinario parecen haber perdido todo predicamento para sectores cada vez más amplios de la sociedad, la ley estatal civil y sobre todo penal se ha convertido en la única medida de la corrección de las conductas, en el sentido de que todo aquello que la ley positiva tolera o no reprime se considera socialmente correcto, y sólo aquello que castiga es socialmente reprobable. E incluso sólo es reprobable lo que de hecho es castigado. La mera vulneración de la legalidad se considera excusable y no es causa de vituperio sino incluso de brillo social, mientras el sujeto en cuestión tenga la habilidad o fortuna de no resultar descubierto y castigado.
En un contexto como éste que digo, pesa una grave responsabilidad sobre quienes hacen las leyes (y las leyes, en definitiva, las terminamos haciendo siempre los juristas), porque los valores que se encarnan en las leyes o que éstas promocionan se convierten, como digo, en el último y único referente moral para la mayor parte de la sociedad. Y en relación con ello, no me parece en absoluto irrelevante, por ejemplo, el que, cuando todavía para un cierto sentir social moralmente sano una forma de menospreciar a una persona sea referirse a ella como un “irresponsable”, al mismo tiempo la ley promocione, como digo, una cultura de la irresponsabilidad, de que no se puede comenzar una actividad de empresa sin poner antes a buen recaudo el patrimonio personal interponiendo el correspondiente velo societario, ligando a semejante idea poco menos que todo el proyecto nacional de progreso económico.
Y la segunda idea es ésta: quizá hace ya mucho tiempo que los juristas hemos dejado de luchar por el derecho, dedicándonos tan sólo a luchar con o mediante el derecho, que es algo muy distinto, como tan certeramente ha señalado Rodrigo Tena en el último capítulo de su magnífica obra sobre los arquetipos morales y los atributos.
"Los juristas hemos dejado de considerar el objetivo primordial de nuestro quehacer el determinar y lograr unos estados de cosas en las relaciones humanas que puedan calificarse como aproximados a un ideal objetivo de justicia y nos hemos contentado con ser unos meros técnicos o ingenieros jurídicos"
Así, hace tiempo que los juristas –y mucho de autocrítica tenemos todos pendiente- hemos dejado de considerar el objetivo primordial de nuestro quehacer el determinar y lograr unos estados de cosas en las relaciones humanas que puedan calificarse como justos o aproximados a un ideal objetivo de justicia, y nos hemos contentado con ser unos meros técnicos o ingenieros jurídicos indiferentes a los fines para los que se empleen los artefactos o ingenios jurídicos que diseñamos.
Lo que en definitiva supone que hemos dejado de lado una praxis en el sentido aristotélico de agere o phrónesis (decidir lo correcto en una situación dada), sustituyéndola por una praxis en el sentido de facere o tekné (de aplicar nuestro know how en la fabricación de instrumentos o herramientas jurídicas útiles para cualesquiera fines).
Y el caso del derecho mercantil es absolutamente flagrante al respecto. ¿No recuerdan que uno de los rasgos más llamativos del derecho mercantil clásico, en contraste con el derecho civil o común, era precisamente el rigor de su sistema de responsabilidad, precisamente por ser un derecho de profesionales de los negocios?: el quebrado sufría penas de cárcel, la responsabilidad cambiaria era siempre inexorable y solidaria -¿se acuerdan de Shylock y su libra de carne?-, la sociedad general del tráfico mercantil era la regular colectiva, caracterizada precisamente por su régimen de máxima responsabilidad del socio, ilimitada y solidaria, etc. Y sin embargo, ¿en qué hemos convertido hoy los juristas este derecho mercantil, que nació como derecho de la responsabilidad, sino en un derecho de la irresponsabilidad, o por mejor decir, de la impunidad, al haber instrumentalizado completamente su institución más sofisticada, la sociedad capitalista, hasta transformarla en un mero mecanismo formal de exención de responsabilidad para los empresarios?
¿A qué se dedican primordialmente los grandes expertos actuales en derecho mercantil sino a comprar y vender empresas para generar plusvalías, con absoluta indiferencia para con los costes sociales que semejantes maniobras puedan suponer, y a la llamada “ingeniería societaria”, que en la mayor parte de los casos no responde a ninguna razón de eficiencia empresarial, sino al mero objetivo de fabricar estructuras opacas a efectos fiscales o de responsabilidad?
Incluso otro típico contrato de origen mercantil como el seguro, en particular el de responsabilidad civil, ¿no ha terminado convirtiéndose en un fermento de irresponsables?. El hecho de que en todas las actividades potencialmente peligrosas, ya de forma espontánea o por imperativo legal, haya de contratarse un seguro de responsabilidad civil ha llevado consigo, indudablemente, una mayor protección reparadora para las potenciales víctimas, pero quizá al mismo tiempo ha incrementado el número de víctimas. Al respecto basta ver cómo se conduce por las calles de Madrid: quizá si los conductores tuvieran que hacer frente con su patrimonio personal a los daños causados, no se comportarían de forma tan temeraria. Obsérvese, además, que el hecho de que las aseguradoras operen con márgenes importantes y se reaseguren a su vez hace que tampoco se muestren muy rigurosas a la hora de depurar las posibles responsabilidades de sus asegurados. En definitiva, la generalización de los seguros de responsabilidad civil ha llevado consigo un efecto perverso de socialización del riesgo y de dilución de la responsabilidad personal individual por los propios actos. Y donde no hay una compañía aseguradora o reaseguradora de la que echar mano, siempre queda el último recurso al Papá Estado, que decía antes. Así, ya verán cómo ante el reciente timo filatélico la responsabilidad terminará recayendo finalmente sobre la Administración y las “víctimas” serán indemnizadas con cargo a los presupuestos generales del Estado.
En fin, ¿no les parece que una cierta vuelta a la idea de responsabilidad individual es una de las cuestiones más importantes que tiene todavía pendientes nuestra sociedad actual y nuestro mundo jurídico en particular?. Y fíjense cómo es algo por lo que también hoy pugna, frente a la ingeniería y el formalismo, el verdadero “derecho” (o arte de lo correcto) mercantil o empresarial, con esa preocupación creciente por la responsabilidad de los administradores sociales, la doctrina del “administrador de hecho” -que es como el levantamiento del velo aplicado al órgano de administración-, la elaboración de códigos de conducta, las normas sobre gobierno corporativo, etc. Todo esto es manifestación de un nuevo derecho de la responsabilidad que intenta abrirse paso y prevalecer sobre ese otro derecho de la impunidad del que les he hablado. ¿En qué bando están ustedes?