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ENSXXI Nº 119
ENERO - FEBRERO 2025
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Los orígenes de la imprenta y su reflejo en el protocolo notarial
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Notario honorario
La llegada de la era digital y su imparable progreso afectan, sin duda, a todo el conjunto de la sociedad que se ve abocada a una honda transformación, impuesta por las nuevas tecnologías de informática y comunicación y que acaba por hacerse presente en todos los ámbitos de la industria, de la ciencia, de la cultura, de los negocios y, en definitiva, de las relaciones sociales. Como la transformación afecta a todo el conglomerado social, también lo hace a los notarios que, con lógica preocupación, se ven ahora afanados en asumir los cambios que comporta la digitalización adaptándolos a la esencia de su quehacer. La instauración del protocolo electrónico, el otorgamiento por videoconferencia, la posibilidad de circulación de copias autorizadas electrónicas en el tráfico y las otras novedades que va creando la normativa legal, son temas todos que preocupan a los notarios y que han de asumir necesariamente.
El fenómeno no es nuevo, por lo que considero interesante mirar hacia atrás y recordar cómo recibieron los escribanos públicos, predecesores del actual Notariado, otra importante innovación que también produjo un sensible cambio en la vida y en las relaciones sociales. Me refiero a la invención de la imprenta, cuya incidencia en la historia de la humanidad bien puede compararse, salvando las distancias, con la que está experimentando en estos años con la llegada de la era digital.
La invención de la imprenta con tipos móviles en 1440 fue recibida con gran entusiasmo y tanta admiración que llegó a ser calificada de milagro y como tal fue tenida. Por encima de esta retórica es lo cierto que no puede dudarse de lo que supuso para el desarrollo humano y lo que ha representado en la extensión de los saberes y en la difusión de la cultura y el conocimiento. También, desde otro punto de vista, significó un elemento técnico de comunicación y divulgación.
“Ante la llegada de la era digital considero interesante mirar hacia atrás y recordar cómo recibieron los escribanos públicos, predecesores del actual Notariado, otra importante innovación que también produjo un sensible cambio en la vida y en las relaciones sociales. Me refiero a la invención de la imprenta"
El libro impreso es el objeto preferente de los estudios sobre la imprenta. Los historiadores e investigadores se han ocupado especialmente de la producción bibliográfica y de los talleres que se dedicaron a esta impresión. Ello, quizá, ha minimizado la importancia que tuvo en la pequeña elaboración de papeles, hojas volantes o pliegos sueltos, cuya realización permitía la homogeneización, expansión y divulgación de normas, ideas o principios entre amplios colectivos y ámbitos sociales.
Entre los investigadores es escasa la referencia específica a la producción documental impresa, en la que precisamente encontramos las primeras y más numerosas muestras de la instalación del nuevo invento en España. Quede como muestra el “Sinodal de Aguilafuente” (Segovia 1472), primer documento impreso según la opinión más autorizada. Esta modalidad de impresión documental se puso al servicio de los fines de proselitismo, divulgación y publicidad necesarios o convenientes desde el punto de vista político o institucional, pues facilitaba el conocimiento por los fieles y los súbditos de las normas que habrían de presidirlos y regirlos. Se producía así una verdadera socialización del documento que, reproducido en numerosas copias, aumentaba su difusión y podía llegar a un número mayor de destinatarios que el manuscrito.
Parece claro que fue la Iglesia quien primero advirtió las ventajas que representaba el nuevo sistema de reproducción de escritos, utilizando la aplicación de caracteres móviles a bulas y escritos que por su pretendida amplia difusión encontraban en el nuevo sistema un medio de indudable utilidad. En la Península Ibérica los testimonios tipográficos más antiguos son de temática religiosa, como hemos citado antes. Los Reyes pronto usaron la imprenta para publicar las normas destinadas a sus súbditos. Abierto el camino, pronto se incorporan a él las corporaciones privadas, gremios, cofradías, cabildos…, imprimiendo sus estatutos, devociones, montepíos, estado de cuentas, etc., para informar a sus miembros cuanto pudiera interesar al colectivo. Bulas, Oficios de Semana Santa, Pragmáticas, Ordenamientos, Estatutos, Cuentas, etc., se van publicando y haciendo llegar a súbditos, ciudadanos, vecinos, fieles, congregantes, agremiados, etc., miembros, en definitiva, del grupo social destinatario del contenido impreso.
Esta labor menor propició la instalación de pequeños talleres dedicados a esta industria, talleres que visualizaron la existencia misma de la imprenta y las ventajas que ofrecía también a quienes tenían por oficio la documentación.
He puesto el acento en el uso de la imprenta en los documentos aislados porque es en ella donde tiene inmediata presencia y utilidad la función fedataria de los escribanos y la que se les presenta como medio técnico para facilitar el desempeño de su labor creadora y autenticadora de documentos.
“La impresión documental se puso al servicio de los fines de proselitismo, divulgación y publicidad necesarios o convenientes desde el punto de vista político o institucional, pues facilitaba el conocimiento por los fieles y los súbditos de las normas que habrían de presidirlos y regirlos”
La técnica multiplicadora del documento impreso planteó pronto el problema de encontrar el medio que asegurara la autenticidad del mismo. Para ello en los reales y en los procedentes de las curias eclesiásticas se hacía incorporar y presidirlos con el signo, escudo o lema de la autoridad que los producían. Sin embargo, pronto se acudió a la intervención del escribano público como medio para garantizar esa autenticidad. La verificación notarial tenía lugar mediante una cláusula puesta a continuación del impreso que acreditaba su concordancia con el texto original. Esta cláusula siempre iba solemnizada con el signo, firma y rúbrica manuscritos por el escribano autorizante. Como muestra, por su relación con la historia del Notariado madrileño, presento la primera y última cara de un impreso de 1636 que publica el Privilegio concedido por el Rey Felipe IV a los escribanos del número de Madrid como contrapartida a la aportación de 43.600 ducados que aquellos hicieron para la construcción del Palacio del Buen Retiro. Por virtud de este Privilegio ganado frente a sus colegas escribanos de Provincia y los Reales se les reserva el otorgamiento de escrituras de propiedad que “causaran perpetuidad”, se limitan las apelaciones ante la Chancillería de Valladolid y se manda que no se acreciente el número de los establecidos (que era de veintitrés y que se conservaría prácticamente hasta 1862) (imágenes 1 y 2).
El segundo tema que creo interesante tratar es el relativo a la repercusión directa que tuvo la nueva técnica en la confección de un documento escrito como era el instrumento público.
La labor de los escribanos se traducía en la elaboración de documentos auténticos, por lo que no podían ser ajenos a la imprenta como medio de su producción y elaboración.
La autenticidad del instrumento público, entendida como su autoría, se refería en un principio a su escritor, pero en su evolución histórica acabará siendo reconocida a quien asume su contenido. En los primeros tiempos del Notariado era el propio escribano quien escribía personalmente sus escrituras. Era una consecuencia lógica en épocas en las que eran muy reducidas las personas que supieran escribir y además era principalmente el ejercicio de este arte el que calificaba al notario. Por otra parte, esta escritura personal se presentaba como una mayor garantía de la autenticidad del documento, tema esencial en cuanto que al contenido de ese escrito se le van a reconocer los efectos propios de la fe pública.
Con el paso del tiempo, a medida que la vida social se hace más compleja y en la práctica aumentaba la documentación, pasándose de la contratación verbal a la escrita, fue atenuándose el rigor de aquel principio. Desde el punto de vista doctrinal se advirtió, además, que chocaba con la propia esencia de la fe pública, que no consistía en escribir, sino en dar fe de lo escrito, por lo que debería ser suficiente con la asunción del contenido mediante la suscripción manuscrita. Esta doctrina acabó imponiéndose primero por la costumbre y luego en los propios textos legales.
Si el Fuero Real (1, 8, 7) sienta inicialmente con rigor el principio de que cada escribano “faga las cartas con su mano” y las Partidas (3.19.5) confirman que “las cartas que les mandasen facer, que las hagan de sus manos mismas e non las den a otri a fazer”, la norma no se cumplió y la ley 189 del Estilo acabó admitiendo que las cartas serían valederas aunque estuviesen escritas “por mano de otro”, con tal que “en ellas pusiese su signo y salvo costumbre en contrario”.
Acaba por imponerse la redacción heterógrafa práctica que se reconoce con expresiones que aparecen en los mismos documentos y en los formularios (la fize escribir), al cual escribano ruego que la faga o mande fazer e la signe de su signo).
“La técnica multiplicadora del documento impreso planteó pronto el problema de encontrar el medio que asegurara la autenticidad del mismo. Para ello en los reales y en los procedentes de las curias eclesiásticas se hacía incorporar y presidirlos con el signo, escudo o lema de la autoridad que la producía. Sin embargo, pronto se acudió a la intervención del escribano público como medio para garantizar esa autenticidad”
La Pragmática de Alcalá de 1503 no se plantea el problema de la olografía documental y al imponer “la redacción por extenso” de las cartas en el protocolo da por supuesto que la redacción tanto de la nota original como la de su copia podía ser ajena a la mano del escribano. Solo alude a la suscripción tanto de las notas originales como de las copias exigiendo solo expresamente para éstas últimas que vayan signadas. No precisa, sin embargo, que deba entenderse por “suscripción” pero de la consulta de protocolos de la época se comprueba que comprende las firmas de otorgantes (suplidas en su caso por el testigo o testigos) y la firma o media firma manuscrita del escribano.
Pero aunque el escribano no escribiera personalmente sus documentos, lo cierto era que la extensión de éstos complicaba su trabajo. Su contenido se había visto aumentado considerablemente, debido a la inclusión y reiteración de cláusulas de renuncias, remisiones y sumisiones en buena medida superfluas. Sin duda era una verdadera rutina formulística pero, aunque complicaban el instrumento público, al mismo tiempo le dotaban de mayor respeto y admiración, es decir, incrementaban lo que podríamos llamar la teatralidad del mismo.
En la práctica la escritura matriz se preparaba previamente, ya redactada en extenso, como ordenaba la Pragmática de Alcalá, sobre la base de los datos suministrados por los interesados. La autorización tenía lugar sobre el texto pre-escrito, en presencia de los testigos y mediante la aceptación de su contenido por otorgante u otorgantes y firma de éstos (“e fírmelo de mi nombre en el registro del presente escribano conforme a la Prematica de sus Altezas” se dice en algún caso), o en su defecto de uno de los testigos concluyendo con la autorización del escribano que seguidamente manuscribía su firma y signo.
El contenido repetitivo de algunas escrituras (ciertos tipos de obligaciones, poderes y procuraciones) determina que su redacción se elaborara de antemano, con plantillas en las que se dejaban en blanco los datos variables (fecha, otorgantes, objeto específico, testigos...), datos que se completaban al recibir el encargo o, incluso, en el momento mismo de la firma y autorización. Estas plantillas, en alguna ocasión (por error) aparecen encuadernadas en el protocolo, con sus espacios en blanco, y a veces rellenados, pero en este último caso sin firmas y con la aclaración “No se otorgó” (imágenes 3 y 4).
Lo interesante es que hemos encontrado que casi en los albores del uso de la imprenta en España, algún escribano suplió estas plantillas con modelos impresos, signo evidente de modernidad y de adaptación a las nuevas técnicas. En el Archivo Histórico de Protocolos de Cuenca, concretamente en los del escribano Alonso Ruiz, aparece un documento en parte impreso, otorgado en Cuenca el 30 de diciembre de 1519. Las imágenes 5 y 6 reproducen esta escritura, que desde el punto de vista del arte de la imprenta en Castilla puede considerarse incunable.
“Lo destacable es que en el Archivo Histórico de Protocolos de Cuenca hemos encontrado que casi en los albores del uso de la imprenta en España, algún escribano suplió estas plantillas con modelos impresos, signo evidente de modernidad y de adaptación a las nuevas técnicas”
Se trata de una escritura de obligación, rúbrica que amparaba los más variados tipos contractuales de los que resultaba que “uno se obligaba a favor de otro a cumplir lo que ofrece” (según leemos en el Diccionario de Covarrubias y más adelante en el de Autoridades).
El documento formalmente consta de dos partes: el anverso inicialmente en blanco, el reverso impreso con huecos. Tanto el anverso como los huecos del reverso se rellenarían al concretarse el o los otorgantes, el contenido de la obligación con sus cláusulas específicas y genéricas, los testigos presentes y el otorgamiento y autorización de la escritura.
El instrumento público que se reproduce está redactado en forma de carta, subjetivamente, como era habitual en su época y comienza con la notificación general y calificación del contrato (“Sepan cuantos esta carta de obligación vieren") seguida de la identificación de la parte o partes contratantes (deudor y acreedor). A continuación, viene la “dispositio”, que comporta la descripción del objeto de la obligación asumida (en este caso entrega de doce arrobas de lana prieta), causa, lugar y plazo de entrega y demás datos accesorios. Estas menciones agotan la parte singular del escrito que por su propia especialidad se manuscribía en el anverso del documento.El reverso impreso recoge las menciones generales, con cláusulas ampulosas y repetitivas que se venían reiterando en escrituras de este tipo y para cuya constancia escrita la imprenta representaba un evidente ahorro de trabajo viniendo a ocupar el lugar de las antiguas plantillas manuscritas. Se prevén espacios en blanco para manuscribir en ellos los datos específicos de cada caso.
La escritura concluye con la identificación de los testigos, expresión de la firma “conforme a la Premática de sus altezas”, datación y autorización utilizando la expresión “e yo escribano público Alonso Ruiz” apareciendo la firma personal del otorgante (o del testigo que le suple) y del escribano que estampa personalmente su firma y rúbrica, pero no su signo cuando se trata de la escritura matriz.
En los años sucesivos, en los Protocolos de Alonso Ruiz siguen apareciendo obligaciones impresas, así como en los de otros escribanos de Cuenca. Más adelante, en 1537, encontramos impresos de poderes y procuraciones (los actuales poderes generales para pleitos) en los protocolos de los escribanos, también de Cuenca, Juan de Huesca y Luis de Torralta, cuyas escrituras tienen la peculiaridad de que el documento comprende una sola cara, el anverso de la primera y única hoja escrita, comprimiendo los huecos destinados a los datos singulares del escrito y conservando el texto impreso (imagen 7).
En los años posteriores el uso de la imprenta en los instrumentos públicos notariales continuará en el limbo de la normativa legal, sin estar expresamente permitido, pero tampoco prohibido, quedando por tanto a la libre decisión de los escribanos su posible utilización. A partir de 1637 la creación del papel sellado y la imposición de su uso por Real Pragmática de 15 de diciembre de 1636 presentaría, sin duda, un obstáculo importante para la subsistencia de las escrituras impresas. Las leyes desamortizadoras de 1855 dieron lugar a tan excesivo número de escrituras de venta de bienes nacionales que se dispuso “se otorgarán en ejemplares impresos”, curiosa norma que incorpora y confirma legalmente esa técnica en la documentación notarial.
Llegamos así a la venerable Ley de Notariado. En 1862, en plena revolución industrial y quizá para hacer bueno el dicho de que “el mejor escribano echa un borrón”, en lugar de afrontar en términos de progreso la situación, utilizó fórmulas ambiguas: “el Notario redactará escrituras… (art. 17), “los instrumentos públicos se redactarán…”, “se escribirán con letra clara” (art. 25), que fueron interpretadas en la práctica y oficialmente en el sentido de que se volvía a la escritura manual de la Edad Media.
La técnica recorrerá desde entonces respecto del protocolo un largo camino que pasará por permitir primero (1921) el uso de la máquina de escribir en las copias y la imprenta en determinado tipo de documentos (protestos y poderes a pleitos y generales); más adelante se admitirá la máquina de escribir en las matrices que, además , se podrán escribir “por cualquier otro medio gráfico similar” (1958), término este último sustituido en 1967 “por cualquier otro medio de reproducción” para concluir, por ahora, con la introducción de la electrónica y la digitalización en el documento notarial, en su formalización y en su conservación ( 2001-2023).