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REVISTA110

ENSXXI Nº 115
MAYO - JUNIO 2024

Por: DAVID CERDÁ GARCÍA
Economista


David Cerdá es economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial, la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado nueve ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022), Filosofía andante (2023) y más recientemente El dilema de Neo (2024), en torno al pensamiento crítico, la verdad y la lucidez. También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Brague, entre otros.

“Hay una verdad que he aprendido: en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. Hace año y medio, un expresidente del gobierno puso voz al que ya es uno de los principales problemas de nuestra agrietada democracia: el relativismo rampante. La declaración muestra la deriva del sistema de convivencia que nos dimos tras la dictadura y hoy empieza a estar en entredicho. La política profesional, cada vez más alejada de la polis, tiene en el desprecio a la verdad -llámese corrupción o “cambios de opinión”- su principal desencuentro con la ciudadanía.
Ese mal que también campa en las redes sociales ha empapado como lluvia ácida a las nuevas generaciones. Nunca hemos tenido una juventud tan relativista como la de ahora. Ni que decir tiene que la culpa es nuestra, de sus mayores, de padres, legisladores, empresarios de la desatención y docentes. Excuso decir que cuando la juventud, sin ser tampoco especialmente crítica, era dogmática, no estábamos mejor, y que no hay que añorar los tiempos en que, bajo el pretexto de la objetividad, se forzaba a que la verdad adoptase el aspecto deseado por el caudillo. Tampoco es posible exagerar las virtudes del escepticismo, que es pura higiene intelectual, salvo en este caso (el relativista): sostener contra toda lógica que nada es cierto.

“La política profesional, cada vez más alejada de la polis, tiene en el desprecio a la verdad -llámese corrupción o “cambios de opinión”- su principal desencuentro con la ciudadanía”

La verdad es una cualidad de las proposiciones que significa “adecuación a la realidad”; “conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente” es como la define el DRAE. Decir que la verdad no existe es negar la realidad misma. Cualquiera que haya leído 1984 de Orwell sabe que lo que sigue a eso es la opresión, en forma de un Ministerio de la Verdad que establezca lo que el mandatario de turno determine; de ahí que el avance del relativismo sea la antesala de convertir a los ciudadanos en súbditos. “Esa verdad que creen los ciudadanos que es verdad, se traduce en decisiones de voto”, seguía diciendo el expresidente, “y esas decisiones de voto nos llevan o nos alejan del poder”. Aquí está expuesto el programa al completo, un programa que no sabe de izquierdas o derechas y que compromete seriamente nuestra convivencia presente y futura.
¿Cómo evitaremos la polarización in crescendo de nuestra comunidad si la verdad se subjetiviza primero y después el gobierno la impone? ¿Y qué credibilidad tendrán las acusaciones mutuas de los distintos partidos de emponzoñar el ágora con fake news si la verdad no existe? Supuestos servidores públicos invitan al votante a este banquete a voz en grito, entronizando su voto; pero el votante no es el comensal, sino la cena. Como explica Erich Fromm en El miedo a la libertad -una excepcional descripción sobre cómo prende el totalitarismo, renuncia a renuncia, poco a poco-, “el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes, el hecho de que compartan muchos errores no convierte estos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada”.
El quid de este descomunal problema está en el modo en que los ciudadanos a menudo afrontamos la verdad misma: como si de un producto más se tratase. Al referirnos a bulos y mentiras, nos quejamos como clientes de restaurante ante una verdura mustia o un pescado al que faltase firmeza, y, no, como deberíamos, como si estuvieran cimbreando a golpes de ariete los cimientos de nuestro hogar, que es lo que está ocurriendo. La verdad es lo primero que les debemos a los demás y nos debemos a nosotros mismos. Es consustancial al bien, que decae en presencia de la falsedad y el engaño, y por lo tanto tiene un papel nuclear en la ética, que es a su vez la sangre que corre por las venas de la democracia. La verdad no es por lo tanto un lujo, sino una pared maestra de las personas y las sociedades libres; es arquitectónica. Quienes, por interés o torpeza, arremeten contra ella, puede llegar el día en que nos sepulten a todos.

“Es consustancial al bien, que decae en presencia de la falsedad y el engaño, y por lo tanto tiene un papel nuclear en la ética, que es a su vez la sangre que corre por las venas de la democracia”

Es prueba de nuestra confusión que el amor a la verdad se entienda como un afán teórico, no en el sentido mejor de este adjetivo (“constructivo y visionario”), sino en el que emplean los ignorantes, como sinónimo de “inane”. No obstante, pocas posturas hay con más consecuencias prácticas que ese amor por lo veraz, pocas redes con más poder de arrastre. La lucidez es un compromiso individual con la verdad que induce a la acción; ser lúcido es amar la verdad y tener el coraje de llegar a dondequiera que ese amor te lleve. Para una persona, conlleva un haz de conductas que afectan decisivamente a su profesión, sus compañías, determinaciones y afectos. Para una sociedad, privarse de la lucidez supone inocularse a sí misma el virus de la violencia.
“Dicen que la luz del sol es el mejor de los desinfectantes”, escribía el juez de la Corte Suprema Louis Brandeis en un artículo para Harper’s Weekly (“What Publicity Can Do”). Nada nos pone más de acuerdo que lo verdadero, de modo que una política sana es aquella que dice la verdad a los ciudadanos y los dota de los útiles necesarios -educación de nivel para todos e instituciones fuertes- para encontrarla. Si queremos calibrar lo lejos que estamos de eso, basta asomarse a las reiteradas menciones políticas a la “transparencia”, coincidentes en el tiempo con el veto a periodistas, oscuros pactos entre formaciones, la no admisión de preguntas en rueda de prensa y en definitiva con la progresiva retirada de luces y taquígrafos.
Duele especialmente que el amor a la verdad haya abandonado las aulas. En la penúltima tropelía (siempre es la penúltima) cometida contra la educación de este país, la LOMLOE, se menciona hasta en diez ocasiones el “espíritu crítico”; otros tantos brindis al sol, pues de su sustancia -cognición, lógica, dialéctica y retórica- no hay rastro en los planes de estudio. El sistema educativo es el lugar donde los residentes de un país libre se convierten en ciudadanos, por la triple vía de la comprensión y el aprecio de la libertad y la igualdad, el aprendizaje de un oficio y el desarrollo de la capacidad crítica y los sentimientos morales. La base de todos estos empeños es el mismo: la búsqueda de la verdad materializada en el estudio, la conversación y el debate. Por ser la verdad un requisito para la dignidad y el corazón mismo de la democracia, cualquier proyecto formativo que se conciba debe orbitar sobre ella; de lo contrario, será solamente una farsa. Sin embargo, el amor a la verdad carece de relevancia en nuestro actual sistema educativo, entregado a trampantojos como la empleabilidad y la digitalización.

“El cometido de la lucidez es arrimar luz a la realidad sin descanso, y vivir con honor es estar dispuesto a alumbrar y ser alumbrado”

Quienes, a diferencia del legislador, trabajamos en empresas, las creamos, asesoramos y dirigimos, sabemos que si hay algo que comprometa la empleabilidad es carecer de pensamiento crítico, y que ser un agente (un creador) digital, y no un consumidor sumiso, requiere de la misma habilidad, esto es, de haber sido instruido en la búsqueda de la verdad como proyecto gozoso e irrenunciable. Sin embargo, hoy en España un sinnúmero de personas llega a la edad adulta no ya sin haber interiorizado lo que esa búsqueda erige en su sociedad y su carácter, sino además creyendo que cada uno tiene su verdad, y por lo tanto que no es un botín que podamos conquistar mediante el estudio y el diálogo. Hemos de combatir este avance de las sombras con el sol de la veracidad triunfante; jamás lo lograremos si afrontamos la empresa como la mera adquisición de una serie de capacidades técnicas, en vez de como lo que es, una aventura que me dignifica como individuo y me refrenda como ciudadano.
La verdad es un empeño cooperativo. Pretender encarar la realidad a solas para arrancarle sus secretos no es arrojo, sino soberbia. Ni sabemos ni ignoramos las mismas cosas, y no hay que confundir la independencia de juicio con el adanismo. Si entre nosotros la veracidad amenaza con fundir en negro es también por la encrespada ola del narcisismo: hay demasiada gente dialogando para vencer, como hacen los chiquillos o los niñatos. Es gente que quiere tener la razón igual que el monstruoso Golum ansiaba su anillo -“un anillo para gobernarlos a todos”-; uno tiene la impresión de que esa gente tiene parecidos problemas de autoestima. “El verdadero valor de un ser humano no viene determinado por su grado de posesión, supuesto o real, de la verdad” -escribe Lessing en Anti-Goeze- “sino más bien por la honestidad de su esfuerzo para alcanzarla”. Esto es lo que están negando todas las cámaras de eco que en el mundo son, desde los infaustos grupos de WhatsApp en los que se alzan altares al sesgo de confirmación a ese macrochat hooliganizado en que se ha convertido el Congreso, pasando por todas las mesas de hogares en las que se ha dejado de debatir por miedo a enemistarse.
Aquejados de cientifismo, concluimos que la verdad solo tiene que ver con las investigaciones y las pruebas; olvidamos que es también una cadena de testimonios. De hecho, eso es para la mayoría la ciencia misma, pues lo ignora casi todo sobre sus métodos y su estatuto epistemológico y ha de confiar en sus fedatarios. Somos el ser vivo más social que existe, y además el más ambicioso en cuanto al conocimiento atañe; es razonable que para saber nos apoyemos los unos en los otros. De igual modo que un notario garantiza la legitimidad de ciertos documentos, proporciona a los ciudadanos seguridad jurídica y sus actos están investidos de presunción de verdad, puede decirse que todo ciudadano tiene un deber notarial frente a sus semejantes. Nos guste o no y nos apetezca más o menos somos parte de una cadena humana que podemos quebrar o fortalecer con la veracidad con que nos conduzcamos. Se nos ha repetido hasta la saciedad e interesadamente que la ciudadanía es solo un hatillo de derechos, pero para ser ciudadano de veras se han de asumir deberes, esto es, se ha de ser honorable. Y como dice Hume en sus Ensayos políticos, el honor consiste ante todo en “mantener la fe, cumplir las promesas y decir la verdad”.

“Para ser veraz hay que ser fuerte y valiente. Desaparecidos otros poderes, queda en manos de la sociedad civil cambiar el aciago rumbo de falsedad que hemos emprendido”

“No es la posesión de la verdad, sino más bien su búsqueda” -sigue Lessing- “lo que ensancha su capacidad y donde puede hallarse su siempre creciente perfectibilidad. La posesión nos convierte en sujetos pasivos, indolentes y orgullosos”. No es solo que los demás nos asesoren conversando y que nosotros hagamos con ellos otro tanto: es que la propia naturaleza de nuestras reflexiones es conversacional. Accedemos a lo real mediante el contraste. Sin esas otras voces, el pensamiento es una sombra del pensamiento, porque reside en el filamento incandescente de la bombilla y en ninguno de sus dos polos. Es demencial que en la era de la conexión se resienta tanto el diálogo como estamos viendo; saldremos de ese atolladero cambiando conexiones por vínculos, es decir, volviendo a demostrar con nuestros actos que los demás nos importan. La verdad es claridad; la buscamos para esclarecer nuestra senda. El cometido de la lucidez es arrimar luz a la realidad sin descanso, y vivir con honor es estar dispuesto a alumbrar y ser alumbrado.
Si la verdad es esencial en sociedad es porque funda la confianza, base de la profesionalidad, sostén de la economía, trama misma del amor y suelo de todas las relaciones sociales. La confianza es un universal antropológico. Nuestros cerebros, como afinados radares, envían constantes señales de radio hacia los gestos, las palabras y los comportamientos ajenos, señales que, tras rebotar sobre esa materia y volver, permiten a nuestros cerebros calcular si la otra persona es de fiar. Poder confiar no es sencillamente agradable; es crítico, y sin que se extienda la veracidad no es posible. Todos los contratos se basan en el mismo principio, y las sociedades sin más garantías que los jueces y los policías se enfrentan a un colapso inminente.
Para ser veraz hay que ser fuerte y valiente. Desaparecidos otros poderes, queda en manos de la sociedad civil cambiar el aciago rumbo de falsedad que hemos emprendido: tendremos pues que buscar los foros, los métodos y las prácticas para fortificar a la ciudadanía y hacer que muchos acrezcan su coraje. Fundaciones, Think Tanks, parroquias, comunidades de vecinos, asociaciones de padres o profesionales: toda ayuda es poca. Por muchas que sean las dificultades, no tenemos derecho a la desesperanza, cuando además hay pocas batallas más hermosas que librar que la de hacer que la verdad se expanda porque se ame. Hay demasiado en juego y son legión las mujeres y hombres que, con generosidad y gallardía, van a luchar porque la luz nos inunde.

CERDA GARCIA DAVID ILUSTRACION

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