ENSXXI Nº 118
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2024
Instituciones, Derecho y prosperidad
Catedrático Emérito de Economía de la Universidad Complutense
Consejero de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid
franciscocabrillo@gmail.com
Francisco Cabrillo es Catedrático Emérito de Economía Aplicada en la Universidad Complutense y Consejero de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid. Ha sido investigador visitante en las universidades de Princeton, Roma y Oxford. Miembro fundador de la European Association of Law and Economics (EALE) y de la Asociación Española de Derecho y Economía (AEDE). Entre 1990 y 2008 dirigió en España el Erasmus Programme in Law and Economics y entre 2003 y 2023 fue el Director del Harvard Seminar of Law and Economics (Harvard University-Fundación Rafael del Pino).
Ha desempeñado, además, cargos de responsabilidad en las Administraciones Públicas, habiendo sido Presidente del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid entre 2004 y 2011. En la actualidad es director del Master Universitario en Análisis Económico del Derecho de la EAE Business School de Madrid. Es autor de una amplia obra científica, especialmente en el campo del análisis económico del Derecho y las instituciones. Entre sus últimos libros pueden mencionarse Libertad Económica en España, Madrid, Lid, 2023 y On Music, Money and Markets. Comparing the Finances of Great Composers, Cham, Springer, 2023 (en colaboración con Thomas Baumert).
La reciente concesión del premio Nobel de Economía -o, con más precisión, del Premio de Ciencias Económicas del Banco de Suecia en Memoria de Alfred Nobel- a Daron Acemoglou, Simon Johnson y James Robinson, ha suscitado comentarios muy diversos en relación con la obra de los galardonados, como ocurre con frecuencia en estos casos. Resulta, además, que los debates sobre el valor de las aportaciones a la ciencia económica de los galardonados han cobrado mayor intensidad en los últimos años, en comparación con lo que sucedía en las primeras ediciones de este premio. La razón es, en mi opinión, doble. En primer lugar, hay que recordar que se trata de un galardón que se concedió por primera vez en el año 1969. Esto suponía, en aquellos momentos, que -a diferencia de lo que ocurría con los restantes Nobeles- había una lista relativamente larga de economistas muy destacados que, sin duda, merecían el premio. Por lo tanto, si consultamos la relación de los galardonados en los primeros años, resulta difícil criticar la elección del comité del Banco de Suecia. Por otra parte, no parece que la teoría económica se encuentre hoy en un momento especialmente brillante. Resulta difícil, en efecto, encontrar en la actualidad economistas que sean considerados maestros indiscutibles de la disciplina, como ocurría hace algunos años con personalidades de la talla de Paul Samuelson, Friedrich Hayek, Milton Friedman, John Hicks, George Stigler, James Buchanano o Gerard Debreu, por mencionar solo algunos nombres de economistas que, con campos de especialización y enfoques muy diferentes, obtuvieron el premio a lo largo de las dos primeras décadas tras su creación.
“La aportación más relevante de Acemoglou y su equipo es su distinción entre instituciones inclusivas y extractivas”
No es sorprendente por tanto, que en los últimos años se hayan planteado, en diversas ocasiones, serias dudas sobre la relevancia de la obra de algunos premiados. Solo algunos ejemplos, ¿merecían realmente un premio Nobel los trabajos de David Card sobre el mercado de trabajo norteamericano, los estudios de Claudia Goldin sobre la situación de las mujeres en el mundo laboral, los de Richard Thaler relativos al comportamiento poco racional de los mercados financieros o los de Ben Bernanke sobre la política monetaria y las crisis económicas? Muchos economistas daríamos a esta pregunta una respuesta claramente negativa. En los cuatro casos mencionados se trata de aportaciones menores. Esto no significa que, por ejemplo, Ben Bernanke no haya sido un personaje muy importante en el mundo de la política económica y un buen presidente de la Reserva Federal. Pero resulta muy discutible que sus trabajos científicos lo hayan hecho merecedor de un premio de estas características, establecido para premiar a quienes hayan realizado aportaciones significativas a las “ciencias económicas” como reza su propio título.
Este año los galardonados son personas muy conocidas no sólo entre los economistas, sino también en el ámbito mucho más amplio del público culto, por haber sido autores de algunos libros relevantes y populares al mismo tiempo, el más importante y conocido de los cuales es, sin duda, Por qué fracasan las naciones (D. Acemoglou y J. Robinson, Why Nations Fail, primera edición, 2012). Por lo tanto, a poca gente habrá sorprendido ver sus nombres -en especial el de Acemoglou, la figura más destacada del grupo- incluidos en la lista de ganadores del Nobel.
Su obra se enmarca en uno de los campos, sin duda, más fértiles en el ámbito del análisis económico de los últimos sesenta años: la consideración del Derecho, la Administración de Justicia y las instituciones -privadas y públicas- como factores fundamentales para entender el funcionamiento de los sistemas económicos y diseñar reformas para elevar los niveles de desarrollo y bienestar de la gente, un enfoque que ha transformado, en buena medida, el mundo de la ciencia y la política económica. La idea de que las instituciones son muy importantes para explicar el funcionamiento -eficiente o ineficiente- de las economías no es nueva ciertamente, porque estaba ya muy presente en las obras de los denominados “economistas clásicos” de las últimas décadas del siglo XVIII y primera mitad del XIX, empezando por La riqueza de las Naciones de Adam Smith (1776). Pero es indudable que un siglo después de la publicación de este libro la corriente dominante en la economía había cambiado mucho. La denominada “revolución marginalista” convirtió la economía en una ciencia más técnica, centrada en el comportamiento maximizador de las empresas y los consumidores, en la que el papel de las instituciones había perdido mucha relevancia. Podrían citarse excepciones importantes, ciertamente. Pero habría que esperar a la década de 1960 para que el Derecho, la regulación y las instituciones se convirtieran de nuevo en protagonistas del debate económico. Un caso ilustrativo: si comparamos los modelos de desarrollo económico aplicados por diversas organizaciones internacionales tras la Segunda Guerra Mundial y los que inspiraban las reformas medio siglo después, se observa fácilmente la relevancia del cambio de enfoque.
“No es posible, ciertamente, encontrar un único factor determinante de fenómenos tan complejos como la prosperidad y la pobreza”
Una revisión de la lista de los galardonados con el Nobel desde 1969 hasta hoy nos permite encontrar un número ya importante de economistas que han hecho aportaciones relevantes al análisis de las instituciones jurídicas y políticas. Friedrich Hayek (1974) fue el primero. Y luego le siguieron James Buchanan (1986), Ronald Coase (1991), Gary Becker (1992), Douglas North (1993), Elinor Ostrom (2009), Oliver Williamson (2009), Oliver Hart (2016) y Bengt Holmström (2016). Varios de estos economistas han influido, sin duda, en la obra de Acemoglou, Johnson y Robinson. Pero es seguramente la obra de North la más relevante en este sentido, porque North era historiador y el objetivo principal de sus investigaciones era mostrar que la existencia de instituciones eficientes, en especial un sistema sólido y bien estructurado de derechos de propiedad, constituye el elemento más importante para explicar las diferencias en la prosperidad de las naciones a lo largo del tiempo. Esto no significa que variables como el progreso técnico o la acumulación de capital humano no hayan desempeñado papeles relevantes en el desarrollo de la actividad económica, pero su idea es que, sin las instituciones adecuadas que garanticen los derechos de propiedad, no habría incentivos para invertir en capital humano y aplicar los descubrimientos científicos y técnicos a los procesos productivos.
La aportación más relevante de Acemoglou y su equipo a este tipo de análisis es, seguramente, su distinción entre instituciones inclusivas y extractivas. En su modelo, las primeras consisten en un conjunto de mecanismos que condicionan el comportamiento de los agentes económicos en una determinada sociedad y garantizan los derechos de propiedad para todos sus miembros, sin que se restrinja su acceso a las actividades lucrativas. Serían las instituciones características de los sistemas políticos democráticos. Las instituciones extractivas, en cambio, están diseñadas para favorecer a determinados grupos sociales, dejando fuera de tales actividades a la mayor parte de la población. En sus propias palabras, son instituciones diseñadas para favorecer a la élite. Las sociedades en las que existe la esclavitud o la servidumbre son ejemplos radicales de este último tipo de instituciones. Pero, naturalmente, pueden encontrarse restricciones más moderadas al libre acceso a diversas actividades que -en menor grado, sin duda- suponen también frenos a la iniciativa de individuos emprendedores y, por tanto, al crecimiento de la economía. El hecho de que en una determinada sociedad predominen normas de uno u otro tipo es el factor más importante, en su modelo, a la hora de explicar el desarrollo económico.
No es posible, ciertamente, encontrar un único factor determinante de fenómenos tan complejos como la prosperidad y la pobreza. La cuestión relevante es el peso específico que puede tener cada uno de los factores tomados en consideración. Por ello los trabajos del grupo de Acemoglou han generado un amplio debate, que ha sido el motivo de la publicación de diversos trabajos en los que sus autores han aclarado y matizado algunas de sus tesis. Y han tratado de responder a otros historiadores económicos que señalan posibles contradicciones en su obra, que no sería capaz de explicar de forma adecuada, por ejemplo, el crecimiento de un país como China a lo largo de las últimas décadas, ya que sus instituciones -se ha señalado- no responden a los modelos que Acemoglou y su equipo consideran generadoras del crecimiento.
“El debate está abierto sobre si el Estado puede realmente crear las instituciones más adecuadas para el desarrollo económico”
Pero el debate, a lo largo del último año, se ha centrado en un nuevo libro de dos de los premiados con el Nobel, D. Acemoglou y S. Johnson. La obra se titula Power and Progress. Our 1000-Year Struggle over Technology and Prosperity (primera edición 2023), y en ella sus autores defienden la idea de que el desarrollo tecnológico debe ser controlado por la sociedad para evitar que acabe generando desempleo, desigualdad y pobreza. La cuestión relevante de esta tesis es, sin duda, la definición de tal control social. Y Acemoglou y Johnson lo interpretan en términos de una más estricta regulación estatal, con intervención de otros grupos sociales como los sindicatos.
No han sido pocas las críticas dirigidas a esta conclusión y, en términos más generales, a su visión de la Administración del Estado moderno como el órgano más adecuado -y eficiente- para generar las instituciones que permitan fomentar el desarrollo económico, en este sentido D. Mc Closkey, actual presidenta de la Mont Pelerin Society. McCloskey ha titulado “Un Nobel estatista” un artículo en el que expresa su opinión sobre los galardonados. En él argumenta que estamos ante economistas de segunda fila -“B+”, dice, utilizando el sistema de valoración de los alumnos en las universidades norteamericanas- . Y se muestra muy escéptica con respecto a la visión que tienen del papel del Estado en la creación de instituciones eficientes. Toma, por ejemplo, una frase de Acemoglou que resume bien sus ideas en este campo: “Los subsidios del sector público para el desarrollo de tecnologías socialmente beneficiosas constituyen uno de los instrumentos más potentes para redirigir el desarrollo de la tecnología en las economías de mercado”. Y se pregunta McCloskey si la experiencia histórica nos permite concluir que, realmente, el Estado puede elevar el nivel de bienestar de la gente interviniendo en la economía, y en concreto que haya creado, o esté hoy creando, las instituciones más adecuadas para el desarrollo económico.
En las obras de los premios Nobel antes mencionados -y en la de otros economistas, ciertamente- se ha discutido ampliamente cuál es el origen de estas instituciones eficientes que han permitido a las sociedades de Occidente romper el círculo de la pobreza y generar prosperidad a la mayor parte de la población. Y las respuestas son muy diferentes. El modelo de Hayek, por ejemplo, se centra en procesos en los que las instituciones evolucionan hacia una mayor eficiencia, con frecuencia al margen del poder del Estado. Y el Common Law sería un buen ejemplo de ello. Pero podrían citarse también casos en los que, a lo largo de la historia, los poderes del Estado han generado reformas que han favorecido el desarrollo económico. De hecho, un análisis comparado de los objetivos -y resultados- buscados por el Common Law y el Derecho continental muestran numerosas semejanzas y permite argumentar que se puede progresar hacia la eficiencia de las instituciones por diversas vías.
El debate está abierto. Y, dada la complejidad del tema, no cabe duda de que una mejor comprensión de las relaciones entre el progreso económico y la evolución de las instituciones jurídicas y políticas puede ayudar en buena medida no sólo a diseñar una política económica más eficiente, sino también a sentar las bases de una sociedad mejor.